Inmigración, tiempo y esperanza

Dr. Daniel Delouya
 

Inmigrantes en Europa, EE.UU y en todas partes. Imágenes e imágenes; historias y dramas exhibidos, muchas veces, en tiempo real en los medios de comunicación.

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Inmigrantes en Europa, EE.UU y en todas partes. Imágenes e imágenes; historias y dramas exhibidos, muchas veces, en tiempo real en los medios de comunicación. Así, durante uno o dos años, la masificación de ese acontecimiento- efecto característico de innumerables noticias que nos abruman- nos va internar en pesadas nubes. Sofocado en ellas, el tiempo insiste y emerge, yendo al encuentro del recuerdo, con sus dolores y dulzuras.
 
Migrar, emigrar, inmigrar. Inmigración, ser inmigrante. Y cuando la emigración se hace con prisa, fugándose, o casi, según las circunstancias…migrando de una tierra a otra, de una lengua (y con) a otra… y, a veces, con la suerte o el azar de encontrarse, en ese preciso momento, en la tierna edad de la latencia. Ocurrió conmigo, pero no creo que yo supiera de eso en aquel tiempo. La luz del recuerdo cae, sorprendentemente, sobre la alegría. Yo recuerdo las alegrías, tanto al emigrar como al inmigrar, pero no sólo de ellas me acuerdo.
 
Primer momento: el sentimiento de vértigo al ser lanzado al aire y, otra vez, sobre los fuertes brazos de mi hermano que, entre mi miedo y placer, cuchicheaba alegre en mi oído: “Nos vamos para allá, vamos a mudarnos de aquí. Es secreto, no se lo digas a nadie, oíste pequeño?” Él, radiante, tenía entonces trece años, y yo, con seis, contagiado por la excitación y exaltado por tener  el privilegio de poder adentrarme en el misterioso mundo de los asuntos de los adultos, por una más de sus rendijas. Era domingo, y  yo estaba entretenido mirando una carrera de ciclistas  por la ventana de nuestro “inmenso” comedor, cuando fui sorprendido por este anuncio de un futuro cuyas referencias me eran todavía bastante incomprensibles.
 
Ya éramos extranjeros en Marruecos, aunque mi familia paterna descendía de refugiados de la inquisición española a fines del siglo XIV. Y eso porque pertenecíamos a la comunidad judía, además de convivir en un medio cultural francés. Por lo tanto, los cuidados ante el mundo musulmán se redoblaban por la hostilidad de éste a los judíos y al entonces joven Estado de Israel, y también por la respuesta general a la influencia de Francia, de cuya dominación Marruecos acababa de liberarse (en 1960).
 
Como niño, recuerdo que  mi hermano y yo nos desplazábamos con limitaciones, siempre atentos a posibles asaltos en los alrededores. Supe más tarde de las reiteradas emigraciones de Marruecos, en el inicio de los años 60, sobretodo de la comunidad judía y de mi familia ( casi toda) rumbo a EE.UU, Canadá, Europa e Israel. Solamente unos años después me di cuenta de que, en la preparación para la fuga, la casa estaba inmersa en un aire de clandestinidad : varios muebles cambiados de lugar, removidos, además de una silenciosa e intensa actividad en torno a la ropa  de viaje seleccionada para afrontar el frío de Europa. Luego en París, y después en Marsella, dinero francés, probablemente adquirido en el mercado negro de Marruecos, era rescatado de los dobladillos y botones de nuestros sacos y pantalones. Al cabo de largos meses en Marsella, mis padres cedieron a la presión de otro hermano, el primogénito, que quería- contrariando el consejo de nuestros tíos franceses-, realizar el sueño sionista y vivir en un Kibutz. Partimos hacia Israel después de algunos largos meses. De París a Marsella yo guardo recuerdos, acontecimientos que se mezclan con fotos de varios paisajes y visitas a lugares y familias, pero todos teñidos de una excitada espera de nuestro  embarque rumbo al destino tan batallado por los hermanos mayores en contra de los adultos, padres, tíos y amigos, residentes en Europa, EE.UU y Canadá.
 
Segundo momento significativo: Un año más tarde, quizá en el segundo día en la nueva tierra, al volver eufórico de la calle, con un sentimiento inigualable de libertad,  encuentro, al abrir la puerta de casa, a ese mismo hermano, triste, en lágrimas ( nunca antes lo había visto llorar). Él, adolescente de catorce años, estaba de pie, reclinado sobre el marco divisor entre la cocina y la sala, conversando, en sollozos, con mis padres, y emocionándolos también, por la pérdida de su tierra natal y por la inmensa decepción con ese “fin de mundo” en el cual se encontraba.
 
Luego, y todavía siendo un niño, me voy adentrando en el mundo del inmigrante, donde la excitación inicial ( en mi hermano y en mí) del primer momento, sobrevive y se confunde con  los dolores de la decepción, propios de la nostalgia del segundo momento. Cito abajo un pasaje, anotado tres décadas más tarde, de mi recuerdo panorámico de este período, entre los siete y catorce años de edad:
 
         “Crecí en uno de esos barrios situados en la frontera con el enemigo y que también estaba alejado del centro. Ningún niño había nacido en el lugar antes de que  mi familia y yo llegáramos allí. Sólo había inmigrantes. Era uno de esos “paraísos” cuya existencia Dios jamás se daría el lujo de ignorar u olvidar; tierra fértil para esos bandeirantes, que acaban bautizando las ilustres páginas de la historia, y en cuya sangre hierve la ideología que, aunque sincera, se transformaba en una práctica ciega, ruda, estúpida, e ignorante de la historia, de los sueños y las pasiones- en definitiva, de la vida-, de los que pretendía sacrificar para realizar su utopía. Se creó allí, no obstante, mucha vida (algo que de antemano el hombre no podría saber): muchas lenguas, ocho o más, que todavía consigo identificar; olores, costumbres y matices en los modos de vivir, en las prácticas religiosas, y otras, diferentes, extendiéndose a lo largo de un espectro curioso, desde las tradiciones judías del este europeo hasta aquellas extendidas en las comunidades de los países norte- africanos; sin mencionar lo de nuestros vecinos- el enemigo-, del otro lado de la frontera, y cuyas voces, canciones, olores y luces nos llegaban al atardecer, cuando la noche comenzaba a planear sobre esta pequeña comunidad que nada sabía de la ideología que comenzara a trazar su destino… Ideología extraña ésta, que pretendía hacer del país un melting pot y que, mientras tanto, sólo hacía lo contrario: aislar, desde adentro y desde afuera, a sus inmigrantes, su generación del futuro”1
 
Esos dos momentos, entre excitación y decepción, entre descubrimiento y nostalgia, definen la experiencia del ser inmigrante. Y eso, justamente, se verifica cuando se ve afectada la referida articulación entre esos dos estados del alma, -como el recuerdo que cito-, por el peso de específicas circunstancias políticas, sociales y personales. La apertura a lo extraño,  bajo las amarras de lo familiar, es propia del trabajo de duelo, en el cual se inicia una lucha constante por el acceso a las promesas y bondades del nuevo ambiente. Por un lado, el deseo, la excitación de cara al encuentro del nuevo mundo y la nueva lengua, y, por el otro, los embates con la nostalgia y el anhelo  del  lugar y el tiempo de otrora.
 
Los recuerdos de infancia y de la edad de la latencia, algunos encubridores y otros, infiltrados en los dichos y testimonios de los adultos, me llevaron a comprenderlo de esta manera. Ellos surgieron a posteriori, al examinar la experiencia vivida desde mi segunda ( ¿o será tercera?) y última inmigración , ya como joven adulto, para el Brasil,  ocurrida hace más de treinta años, enfrentándome a una lengua nueva y una nueva tierra y cultura.
 
En el Brasil, y en general, en la America latina de tres décadas atrás, y aún hoy, el respeto, la curiosidad y una cierta reverencia se destacan en la acogida y receptividad
 
del extranjero oriundo del viejo y “más culto” continente. La conciencia cultural brasileña y latino-americana, y sus lazos con la historia colonial, ubican ese gesto en esa identificación paradojal con el “primer mundo” y el desprecio con el “tercer mundo”, en el cual se vive o del cual se forma parte. No obstante, ese gesto cordial entre los anfitriones de las clases media y alta, no disminuye el desajuste sentido por el inmigrante en relación a su entorno. Existe, pues, algo sutil en este medio brasileño, con el cual tuve un íntimo contacto, que complejiza todavía más el trabajo psíquico del inmigrante. La identificación paradojal del latino-americano denuncia, ciertamente, el débil lazo con las propias instituciones. La historia de las inestabilidades políticas de la región, la corrupción, etcétera, edificaron identificaciones de elites construidas en la cosificación de nombres de familia, en la valorización de sus propiedades de latifundio y otras herencias, en el desprecio al trabajo, en el prejuicio racial, etcétera. Basta acompañar las novelas de televisión de las últimas décadas, que sirvieron de fundamento cultural principal de las masas en ese país, para reconocer esa articulación  identificatoria.
 
Todo eso crea una discrepancia que acrecienta todavía más la distancia del extranjero en relación a ese medio de raíces y vicios coloniales, lo que es pasible de proporcionarle al extranjero una mayor soltura en su creatividad cultural y económica. Las sensibilidades culturales latino- americanas y, por otro lado, un cierto aprisionamiento en valores sociales cosificados, deja un terreno más libre a los desafíos del inmigrante con el medio ambiente, con la nueva tierra. Por otro lado, también, las mismas condiciones de la America latina sirven como sustento de anhelos, en parte románticos,”por la naturaleza”, lo “más primitivo” y más puro de las regiones y fracciones más “nativas” de este continente. A mi modo de ver, esos elementos sustituyen, en parte, los lazos del inmigrante con su medio originario; facilitan, por decirlo de alguna manera, el desenlace nostálgico del trabajo de duelo.
 
La migración, emigración y la inmigración, denotan un desplazamiento geográfico y demográfico; el sujeto instalándose en un nuevo y diferente medio cultural. No obstante, destacamos sobretodo una dimensión temporal, el trabajo del tiempo, o sea, el trabajo psíquico específico del ser inmigrante. A partir de vivencias propias que se remontan a los períodos de migración a la edad de 6-7 años, y de 25-26 años de edad, hacia continentes, culturas y lenguas diferentes, pude distinguir- nuevamente bajo el prisma del tiempo, en el après-coup-, un doble movimiento. Uno, privilegiado- lo que no quiere decir libre de dolor-, del hecho mismo de ser extranjero, de revitalización por  la apertura a nuevas e ilimitadas posibilidades de inserción. Otro, más penoso, e igualmente, y tal vez más duradero, de duelo, entre nostalgia y desligamiento de los orígenes. Entretanto, ese trabajo del tiempo: sus características y sus destinos singulares en cada inmigrante, dependen de, y están entremezclados con, el contexto cultural al cual inmigra, así como cargan con las marcas específicas de inserción propias del  contexto cultural del medio del cual emigró.
 
El doble movimiento de ser extranjeros que, en términos generales, determina el espectro de vivencias que confrontan al inmigrante con la vida en tierra nueva, se parece, en muchos aspectos, al recorrido del proceso analítico. Varios autores y trabajos se detuvieron en ese lugar de extranjero, propio de la revelación del inconciente. Lo que no constituye el objetivo de este breve análisis.
 
Cabe todavía volver al motivo e inicio de este escrito que se remitía a las migraciones, producto de la guerra civil en Siria, lo que obligó a occidente- a veces con sensibilidades económicas, demográficas y étnicas-, a vérselas con las urgencias, sobretodo éticas, de esas inmigraciones. El matiz trágico, las condiciones precarias, entre otras, involucradas en esa travesía de los inmigrantes, siempre fueron, son y serán impactantes y traumáticas! Las condiciones espectaculares del espectador actual, enterado en tiempo real, o casi, de los “acontecimientos en el mundo”, en el palco público, masifican, o sea, tienden a abolir la percepción y la vivencia, el desenvolvimiento de la vida del sujeto, de nuestro semejante (Nebenmensch): nuestro vecino, el inmigrante.
 
No es exagerado recordar aquí a Freud, que siempre insistió en que  la  suerte es un factor esencial para la vida psíquica. La suerte del objeto de origen (el adulto), no sólo nos  dice quien fue él, y cómo nos recibió en los inicios de la vida; también nos habla del contexto cultural del cual él fue emisario, y para el cual nos entrega, donde el repertorio adquirido es puesto a prueba y donde nuevas suertes se nos abren. En toda inmigración, sobretodo aquella impuesta a un grupo por crisis político-sociales y religiosas agudas, no falta para los inmigrantes la mala suerte del choque abrupto: una exposición subjetiva debida al hiato cultural, en un vacío del cual las raíces arrancadas del suelo de origen se encuentran suspendidas y buscan desesperadamente   reencontrarse en la nueva e incierta tierra. Exposición donde la impotencia del idioma y las lenguas, de los valores y costumbres, así como las consabidas vergüenza, humillación y rebelión, ponen en jaque la vida de las primeras generaciones. Crisis, inestabilidad y precariedad de toda clase, son frecuentes, así como la marginalización en la enfermedad, en la locura, en la dispersión y en la violencia, y  nunca faltan en el escenario que alcanza a una fracción considerable de la comunidad de los inmigrantes. Sin embargo,  la suerte del emigrante  no es siempre tan mala, muy por el contrario. La inmigración, sobretodo desde el punto de vista del restablecimiento generacional, es una suerte para el individuo, así como para el colectivo; en el relanzamiento, en la renovación de la vida del sujeto y de cada una de las culturas de las naciones que lo reciben. Migrar, emigrar e inmigrar, es poner la vida en marcha, es estimular el tiempo, la historia del sujeto y de las culturas.
 
 1 Ver pg. 202 de mi libro Torçòes na razào freudiana (Unimarco, San Pablo, 2005) o en el artículo original de 1998: “O especialista, especificidade da alma”, Revista Percurso 22, pg. 24.
 
 
Traducción: María Mabel Levy
 

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