Un niño nos habla

Dr med. Jean-Philippe Dubois
 

Con el niño, el analista será llevado a traducir en palabras bien simples las operaciones psíquicas, frecuentemente imaginarias, que operan en el material de las sesiones.

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Gracias a la interpretación, y tal como había podido hacerlo con los sueños, los actos fallidos, los recuerdos y los chistes, Freud abordó las cuestiones planteadas por las posiciones, las angustias, los síntomas y otras modalidades de expresión de aquel a quien llamó “el pequeño Hans”. Pero Freud reconocería de buen grado, a posteriori, que había aprendido mucho sobre el inconsciente y el análisis, a partir de la observación de las sensaciones, palabras o actividades de este niño, aun cuando el conjunto del material le fuera esencialmente transmitido de manera indirecta por  los padres del niño. Freud admitiría también que en tanto observadores, él mismo y sus interlocutores, habían podido influenciar al objeto y a la situación observada, tanto como la interpretación del material puesto en evidencia. Sin embargo, la posibilidad de interpretar los datos e informaciones recogidos, nunca pareció impedida o parasitada por las condiciones y complicaciones que hubieran podido formar parte de su recolección.

Asimismo, Winnicott, en varias ocasiones, reconoció estar en deuda con sus pacientes, grandes y pequeños, por su aporte para la comprensión de datos psíquicos, sin embargo muy arcaicos.

Por otra parte, Freud dirá en consonancia con muchas observaciones: “el inconsciente es lo infantil”. Pero ninguno de los dos se manifiesta ante la mera observación. Por lo tanto, con mucha frecuencia, será a través de la interpretación que se revelará, lo más ajustadamente posible, lo que pudo haberle ocurrido al niño, psíquicamente hablando, para que haya llegado a ocupar tal o cual posición más o menos confortable para él mismo y para su entorno. La observación viene entonces frecuentemente a confirmar lo que, por otra parte, la clínica analítica hubiera estado en condiciones de revelar.

Por lo tanto, con mucha frecuencia, lo que aprendemos en los tratamientos forma parte de nuestra escucha. Pero, escuchar a un niño, responde a otros imperativos, sobre todo técnicos pero también interpretativos, que difieren de los que presiden la escucha en un tratamiento de adultos. El encuadre no se establece según el mismo dispositivo, ni con las mismas reglas. Con el niño, la invitación a la asociación libre linda más bien con una invitación a la puesta en escena, en juego o en imágenes, más difícil de ritualizar que el “diga todo lo que se le cruce por la mente” que se le plantea al  adulto. Una forma de actuar implica en el niño tanto como la palabra. En consecuencia, las palabras están  más cerca de las cosas. Se trabaja más con la puesta en figuración, a través de los juegos o de dibujos, de esbozos de representaciones asimilables a soñar despiertos o a pensamientos animistas que con la puesta en palabras de asociaciones de pensamiento.  Evidentemente, se puede encontrar allí  cierta asociatividad, pero combinada con las formas de la realidad, de la creatividad, o de la ficción. Asimismo, el todo puede incluso prestarse a la interpretación, pero más bien como la del relato de un sueño cuando surge en el tratamiento de un adulto. El hecho de que el material, por más espontáneo que sea, pueda comprometer tanto la motricidad como la palabra, posiciona la escucha de manera diferente. Todo puede ir muy rápido con el niño, la situación es frecuentemente menos tranquila que en el tratamiento de adultos, y también puede verse requerida la participación del analista en los juegos o en las representaciones implicadas. Ser un simple “escuchador” expectante es en general imposible, y la atención no puede permitirse realmente “flotar”. No contamos con la posibilidad de tomar la misma distancia y la misma “secundarización” para instalarnos en la situación. Las representaciones provistas por el niño se despliegan a menudo en una inmediatez cronológica. En ocasiones, cierta tensión intensifica la atención puesta sobre el material manifestado. Con el niño entonces, nos veremos llevados frecuentemente a interrogarnos sobre lo que quiso poner en escena o actuar, antes incluso de interrogarnos sobre lo que él pudo haber querido decir de modo subyacente. Pero ésta no es la única complicación ligada a la implementación de un dispositivo analítico con el niño. El hecho de que los padres participen de la demanda inicial constituye otra dificultad que puede transformarse en una forma de resistencia al proceso, aun cuando permite disponer de ciertos elementos biográficos o del entorno, así como una aproximación incidental a los primeros objetos, de la que no es posible disponer tan directamente en los tratamientos de adultos.

Finalmente, señalaremos, en cuanto al dispositivo, el tema de la presencia de un adulto junto a un niño, que viene a interferir, sin lugar a dudas, en la instalación de los aspectos transferenciales y en su utilización. En efecto, en este caso, el analista es rápidamente asimilable a una figura parental. En cuanto al analista, desde el punto de vista contratransferencial, se ve confrontado a posiciones y representaciones análogas a las que reprimió para devenir “adulto”, y que supuestamente ya ha cuestionado, aun cuando la presencia del niño en él mismo subsista de manera latente, 

Otro aspecto de las particularidades del trabajo analítico con niños parece estar ligado al hecho de que el niño se encuentra en un proceso de maduración en marcha, aún no realmente estabilizado, como podría estarlo después de la pubertad: esto implica también la necesidad de permanecer atento, al considerar el material aportado por el niño, al “momento en que se encuentra” en el desarrollo de su pensamiento y a sus modalidades relacionales en función de su edad. Y es por ello que, en estas situaciones,  la posibilidad para ambos protagonistas de mirarse mutuamente para hacer jugar la relación y el intercambio es determinante.

El analista se apoya entonces en lo que conoce del desarrollo clásico del niño, o en lo que haya podido reconstruir al respecto en su teoría. En este sentido, las teorías de S. Freud, M. Klein o Winnicott, por concordantes que sean en ciertos puntos, insisten a veces de manera divergente sobre diferentes aspectos de la maduración psíquica. Particularmente diferentes son las perspectivas a partir de las cuales se construirían las etapas del desarrollo psíquico del niño. Uno otorga particular interés a las zonas erógenas de investiduras de la motricidad (época de la primera tópica) o a las formas de narcisismo movilizadas en el desarrollo del yo (época de la segunda tópica). Otro se apoya en las tramas de las fantasías, puntos de apoyo para el pensamiento inconsciente. El tercero, en las posiciones psíquicas del yo naciente en relación con los cuidados, con la interacción con el otro y con la separación. De donde surgen los diferentes elementos interpretativos según las opciones de cada uno. Tres ensayos de teoría sexual, o un importante número de artículos de Winnicott, pueden leerse como verdaderas propuestas de construcciones respecto de lo que pudo haber ocurrido, en tanto acontecimiento inconsciente para el yo y su pensamiento, incluso sin inscripción mnémica o psíquica. Lo más llamativo es que, en ocasiones, el material traído por un niño puede aparentemente responder en sí mismo a una perspectiva más bien freudiana, kleiniana o winnicottiana. Según que sus producciones parezcan animadas por aspectos fantasmáticos, erógenos, o identificatorios en un yo que aún se encuentra en vías de integración. A partir de esto, la interpretación podrá referirse al desarrollo identificatorio o narcisístico tanto como a los aspectos pulsionales, según los elementos con los cuales el niño se movilice psíquicamente en sesión.

Finalmente, siguiendo el mismo orden de ideas, señalaremos que el síntoma del niño puede llegar a adquirir sentido más rápidamente que en el adulto, en tanto expresión de un momento de fijación en el desarrollo. En este sentido, él mismo (el síntoma) puede estar en el origen o ser el objeto de una interpretación casi directa.

En efecto, con el niño, los elementos de la realidad están temporalmente más próximos  de su recuperación a posteriori. No se habla igual cuando uno tiene más vida por delante, que hacia atrás.

Asimismo, los elementos inconscientes afloran más directamente en la consciencia con menos represión, omisiones o complicaciones debidas a elementos defensivos sobreañadidos, aun cuando éstos pudieran estar activos. En consecuencia, es bastante difícil con los niños jugar con la temporalidad o con la duración. Al estar los niveles tan próximos unos de otros, el estatus de la regresión no puede ser el mismo. Uno permanece de buen grado en una impresión global de inmediatez. Por otra parte, el niño mismo parece confrontado a una forma de lo siniestro permanente, lo familiar para él se limita muy frecuentemente al medio y al entorno en los que evoluciona día a día.

Con el niño, el adulto estará más propenso a nombrar las operaciones psíquicas que supone están en acción en el material aportado (identificaciones, fantasías, posiciones) en términos que dependerán frecuentemente de un pensamiento imaginario, hecho de representaciones bastante simples, enunciados con una palabra bastante directa.

En consecuencia, particularmente las interpretaciones, serán muy a menudo asimilables a construcciones, ya que el funcionamiento psíquico del niño o su propio yo, se encuentra aún en vías de integración, aún no suficientemente estabilizado para ser objeto de una retrospectiva o de una puesta en perspectiva temporal. Sabemos que en sí mismo, el pensamiento del niño se desarrolla más en un registro de inmediatez que en el de una temporalidad desplegada, y esto, aún si la noción de a posteriori permanece totalmente legítima en la idea misma de un tratamiento analítico de niños.

Guillem, un niño de unos diez años, con un físico poco agraciado y demasiado solitario, no es muy bien aceptado por sus compañeros de clase, pero tampoco por sus maestros, a causa de ciertas especificidades y extrañezas en su apariencia y sus conductas. Desde nuestros primeros encuentros, mimando sus evocaciones más que diciéndolas, me explica cómo le gustaría poder ser un “mutante volador” (mutantes que forman una resistencia para salvar al planeta de la invasión de los mutantes gaseosos) y, al terminar la sesión, se sorprende alegremente al reencontrar a su madre: “con el “señor viejo”, pude hablar de “Mutant Buster”. Claramente, nos encontramos aquí del lado de las identificaciones, respecto de sí mismo y en cuanto a quien se dirige. Después ya no me llamará más así, sino que me llamará por mi nombre. También estará en mejores condiciones para hablar de sí mismo, de afirmar que quiere “escaparse en sus sueños, para pensar en otra cosa”, o para mostrarme que se interesa por sus propias construcciones de pensamiento. Podrá también empezar a expresar su preocupación en cuanto a la mirada de los otros sobre él.

Poder expresar la intención, la angustia, el deseo, la depresión o la contrariedad en el momento o a posteriori, interviene o moviliza bastante rápidamente  al niño aún ocupado por la organización de las identificaciones y la sexualidad infantil, incluso durante el período de latencia. Aquí no se trata tanto de dar mucho tiempo a un proceso para que pueda desplegarse. A menudo, el tema de la interpretación en sí misma se plantea entonces más rápido que en los tratamientos de adultos. Y en este juego, el niño rápidamente nos ganará de mano. Sin embargo, tampoco se trata de sumergir al niño bajo una oleada de interpretaciones. Además, en ciertas ocasiones, el analista no comprende lo que pasó hasta que el trabajo ha finalizado, pero esto tiene escasa importancia; las condiciones de instauración de un proceso interpretativo, sin las cuales indudablemente no se hubiera producido, pueden a veces resultar suficientes para que algo del orden de lo analítico tenga lugar.

Algunos niños formulan preguntas a los adultos, directas y precisas, eventualmente metafísicas, en apariencia suficientemente “incómodas” como para que se hayan acostumbrado a no recibir respuestas, incluso a renunciar a formular cualquier otra pregunta. Conocemos también los insistentes “por qués” que usan, y de los que abusan ciertos niños, a veces sistemáticamente. El por qué, no siempre expresa curiosidad, también puede ser producto de la ansiedad, del desconcierto, incluso efecto mismo de su propia posición psíquica, del deseo de permanecer en contacto con el interlocutor, de ser escuchado, de recibir eventualmente algunas respuestas. Por eso, frente al simple hecho de ser finalmente escuchados, algunos niños se revelan totalmente sensibles y comprometidos. 

En el niño, podemos interpretar las posiciones del yo (lo imaginario y el animismo del pensamiento infantil nos invitan a ello), pero siempre en términos de identificación y no de psicologización. El que está en cuestión allí, es el yo-sujeto en su capacidad de pensar y de pensarse y no un yo-objeto al que se trataría de educar, enseñar, o simplemente tornar obediente.

Traducción: Patricia Suen
 

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