Los psicoanalistas buscan captar las experiencias internas de sus pacientes, principalmente a través del lenguaje: la narración de los sueños, la asociación libre, o el ir y venir de los diálogos analíticos. Nuestro tema en cuestión – torrentes de esperanzas, deseos y pavor – son flujos que se originan en las partes inconscientes y no verbales de la mente. En ocasiones, nuestras palabras analíticas – interpretaciones oportunas – centran la atención del paciente en esas tendencias y ofrecen alivio. En otros casos, las interpretaciones provocan una andanada de sarcasmo, ocurrencias y argumentos que oscurecen sus orígenes, que vienen en poderosas oleadas. A continuación, analizo dos casos de este fenómeno. Uno es una viñeta clínica. El otro proviene de la jurisprudencia estadounidense sobre el trato a las personas esclavizadas.
Leí a Freud en la Universidad y juré convertirme en psicoanalista. Un niño de finales de los
’60 de los Estados Unidos en donde la primacía de la sexualidad parecía ser clara y
‘saludable’, para usar el lenguaje de esa época. La agresión (ira, ataque,
‘Destrudo
’) parecía desafortunada y debía superarse con perspicacia y progreso constante.
Ahora veo que algunos de mis errores clínicos derivan de pensar que la agresión es siempre producto de la ansiedad, de la falta de sintonía, y de otras cosas semejantes. En los settings clínicos, asumo que la ira del paciente, o mi ira, son producto de fallas de los self- objetos que pueden abordarse y resolverse. Esto presupone una secuencia causal que me parece que vale la pena disputar.
Los historiadores del holocausto y de otros derramamientos de sangre similares buscan explicaciones sociológicas y económicas de lo que parece tan irracional, así como los analistas buscan las causas de los ataques enfurecidos de nuestros pacientes hacia nosotros. Sin embargo, esta búsqueda fracasa cuando las personas encuentran un placer intenso en la agresión, en la dominación, y el atacar, independientemente de sus historias. Es cierto que las personas enfurecidas cuentan historias – narraciones históricas – sobre por qué su frenesí destructivo estaba justificado. Señalo que esas narrativas ocurren después del alta, una especie de après coup.
Esta dirección equivocada, defensiva ocurre en aproximadamente cuatro pasos.
(1) Experimentamos intensa vergüenza, humillación, y envidia. Nos sentimos degradados y heridos.
(2) Esos sentimientos miserables evocan el anhelo de descargarlos, de depurar el self y el grupo.
(3) El chivo expiatorio emerge como un objetivo emocionante
[1].
(4) Para justificar nuestra emocionalidad y saborear los placeres de destruir al chivo expiatorio, imaginamos escenas de ataques violentos sobre nosotros, sobre nuestros seres queridos (o nuestra nación o nuestra religión, etc.). La venganza sangrienta y
‘justificada
’ apaga nuestro anhelo de liberación y alivio.
‘Su cara hecha pedazos en una colisión frontal’
A fines de los años 2000, un ex paciente me envió un correo electrónico. Me culpó por los problemas que tenía en ese momento con su familia. Traté de dejar de lado el correo electrónico, pero me seguía fastidiando. Poco después, dirigí una conferencia sobre casos de psiquiatría. Me encontré describiendo un encuentro con mi ex paciente. Lo hice sonar divertido, o al menos mis residentes se rieron. Al día siguiente, mi resumen cargado de sátira me pesó. ¿Por qué fui tan mordaz con este paciente? ¿Por qué provoqué que la viñeta sonara divertida?
Mi paciente, un profesional de mediana edad, podía matar a otras personas con sus agudas y satíricas observaciones. Al hacerlo, provocaba la risa de sus amigos y el mío, a veces. Cuando mi paciente dirigió su agudeza (agresión) contra los demás, me preocupé pero no me afligí. Después de todo, ¿no le manifesté de manera equilibrada y solícita una atención focalizada y empática? Mi ilusión se desvaneció un día. El había leído un artículo en un periódico, con fotos, sobre mi hija mayor. Ella tenía la misma edad que su hija, quien
asistió a una escuela secundaria diferente. Mi paciente dijo que mi hija se parecía a mí. Luego, sonriendo, me preguntó cómo me sentiría yo al ver el rostro de ella hecho pedazos, en una colisión frontal.
Esa fue la viñeta que compartí con mis residentes. Se rieron a carcajadas y me preguntaron cómo respondí. Murmuré algo sobre explorar la transferencia negativa. No compartí el impacto que me causó esta cachetada en mi cara, porque no podía acceder al mismo. Los lectores de esta viñeta imaginarán una intervención más provechosa. Expuesto al ataque de mi paciente, yo no lo pude hacer.
¿Que pasó con mis habilidades como psicoanalista? Computo cuatro errores. Primero: no sentí empatía con las víctimas anteriores de los ataques de mi paciente. Los informes alegres de mi paciente sobre las ingeniosas denigraciones de los demás merecían una investigación. En segundo lugar, confundí la empatía clínica con la pasividad. La empatía clínica nos obliga a percibir y nombrar la gama completa de los deseos de un paciente, incluídos los deseos excitantes de castigar y, a veces, de aniquilar a otros. En tercer lugar, renegué del dolor que me había causado.
Efectivamente, por un momento, me había imaginado la cara de mi hija destrozada en un accidente automovilístico. Como reacción, intelectualicé y traté de contener mi sorpresa. Y cuarto, no pude denotar la excitante agresión en su soñar despierto (
daydream). Al no poder hacer eso, no pude ayudarlo a reconocer su rabia al ver a mi hija homenajeada en una noticia, en lugar de la suya. Eso le habría ayudado a confiar en mí, a estar más en sintonía con su jubilosa hostilidad y a apoyar su tambaleante matrimonio.
Reflexioné sobre mis dos análisis. ¿Acaso mis analistas habían conspirado conmigo y, por lo tanto, yo había actuado en connivencia con mi paciente? No pude localizar mi error en sus supuestos errores. Más tarde, recordé a mi hermano mayor, quien luchó con una dislexia no diagnosticada durante toda la escolaridad. A mí me gustaba la escuela y muchas veces era el preferido de mis maestros. Mi hermano observaba mis ventajas (y el orgullo que las acompañaba) con vergüenza e ira. Expresaba su derecho a golpearme cuando quería, excepto en la cara porque nuestra madre lo notaría.
No me gustaba que me golpeara. De manera difusa, me sentía mortificado por su mortificación. Lo veía temblar cuando iba al colegio. Mis padres no comparaban mis calificaciones con las suyas, pero mi madre y yo teníamos charlas intelectuales y animadas, y él no. Mientras que a mi hermano lo burlaban sádicamente sus compañeros de clase, yo tenía muchos amigos. Los esfuerzos de mi hermano empeoraron en la escuela secundaria. No tenía citas. Tambaleaba cuando reprobaba. Estaba triste y enojado la mayor parte del tiempo, y yo no. Lo amaba y le tenía miedo. No tenía manera de decirle a él esa compleja verdad. Por lo tanto, no hablaba.
Volviendo a mi paciente ingenioso, no comenté el placer que sentía él en hacerme imaginar el rostro destrozado de mi hija. En su soñar despierto, ella perdería la cara, se podría decir, como él perdió la cara y se sintió humillado – en nuestro melodrama transferencial – cuando su hija no fue celebrada. No encontré manera de decirle eso sin sentir que se lo estaba restregando. De manera similar, ocluía mi éxito académico cuando estaba cerca de mi hermano. (Me hice amigo de figuras fraternas a las que me encontré apoyando académicamente). Esto se convirtió en un neuroticismo característico; competir, pero no demasiado intensamente; absorber la agresión, desviarla con humor e ingenio; tomar el llamado camino superior.
‘El poder del amo debe ser absoluto, para hacer perfecta la sumisión del esclavo’
Meditar sobre mis fracasos para enfrentar la agresión de mi paciente me ayudó a reflexionar sobre los dueños de esclavos estadounidenses. En resumen, sostengo que ellos también estaban inmersos en procesos proyectivos. Usando maniobras defensivas primarias, se aferraron a las recompensas financieras y narcisistas de la propiedad mientras tapaban sus mentes divididas. Proclamándose como estadounidenses-cristianos dedicados a la libertad, encadenaron a millones de seres humanos y a sus hijos. El hecho de que muchos propietarios declararan que sus esclavos eran
‘familia’ hace que sus acciones fuesen casi (pero no del todo) impensables.
Para defenderse de una culpa abrumadora, los propietarios imaginaron escenas horribles de violencia contra sus familias si abandonaban la esclavitud. La esclavitud debería persistir, de lo contrario, ocurriría un evento mucho peor: la aniquilación de familias blancas por Negros asesinos. De manera similar, la ira de mi paciente hacia mí y hacia mi hija se originó con su sentimiento de humillación porque su hija no fue reconocida de manera correcta ni apropiada. Mi hija y yo le habíamos causado su sufrimiento insoportable. Por lo tanto, ella necesitaba ser aniquilada y yo necesitaba imaginar su destrucción. Eso me obligaría a vivenciar su humillación.
La mayoría de los dueños de esclavos no eran sociopáticos. Algunos eran personas de gran ingenio. Todos cosecharon los beneficios y placeres de la propiedad, incluso cuando negaron enérgicamente esos placeres. Para justificar el actuar de maneras no cristianas y no estadounidenses, proyectaron en las personas esclavizadas su autodesprecio y monstruosidad. Como receptáculos de estas proyecciones, las personas esclavizadas que resistieron la degradación aparecieron amenazantes, como agentes peligrosos, casi demoníacos, que requerían un control implacable que iba desde la degradación sistémica hasta el asesinato.
En este panorama, los propietarios requerían una agresión desenfrenada para defenderse. Vemos esta explicación en el razonamiento legal de un juez erudito
[2]. En 1829, John Mann fue declarado culpable de asalto y agresión a una esclava mujer, llamada Lydia. Se la había alquilado a Elizabeth Jones, su dueña
[3]. Durante el contrato de arrendamiento de un año, Lydia ofendió a Mann. El la reprendió, y ella se escapó,
‘ante lo cual el Acusado le pidió que se detuviera, y cuando ella se negó a hacerlo, él disparó y la hirió’
[4].
Mann perdió el caso inicial porque no era el dueño de la esclava. El juez de apelación, Thomas Carter Ruffin de Carolina del Norte, se centró en la cuestión de si un propietario
‘es responsable
criminaliter (penalmente) por una agresión a su propio esclavo.’ ¿Acaso Carolina del Norte le había otorgado a John Mann, un arrendatario, los mismos derechos otorgados a Elizabeth Jones, la propietaria legal? Ruffin argumentó que sí. Por lo tanto, en la medida en que cualquier propietario pudiese infligir sufrimiento a cualquier persona esclavizada, también podría hacerlo Mann.
Algunos apologistas de la esclavitud argumentaron que los esclavos eran como niños que requerían disciplina y de quienes se espera obediencia. Así como es absurdo sostener que un padre pueda herir – o matar – intencionalmente a un niño, también es absurdo permitir una agresión ilimitada contra los esclavos. Como réplica, Ruffin opinó:
‘No hay semejanza entre los casos. Están en oposición entre sí, y hay un abismo infranqueable entre ellos. La diferencia es la que existe entre la libertad y la esclavitud, y no se puede imaginar algo mayor.’ El objetivo de la esclavitud es constreñir, intimidar y quitar a los esclavos el fruto de su trabajo e ingenio, a perpetuidad.
Para asegurar la obediencia que requería esta denudación, los amos deben tener acceso a todas las formas imaginables de coerción. Como explicó el juez Ruffin:
‘El poder del amo debe ser absoluto, para hacer perfecta la sumisión del esclavo.’ Ruffin dedujo la consecuencia ineludible de la esclavitud:
‘Esta disciplina pertenece a la condición de esclavitud. No se pueden desunir, sin abrogar de inmediato los derechos del amo y absolver al esclavo de su sometimiento.’
Ruffin, quien era a su vez un importante propietario de esclavos, reconoció que algunas acciones realizadas por los amos con los esclavos podrían incitar a magistrados mal informados a procesar a un propietario por exceso. Sin embargo, la lógica de la esclavitud entra en conflicto con los sentimientos comunes. Porque la ley de Carolina del Norte requiere que un juez proteja la institución. No podemos, dijo Ruffin,
‘permitir que el derecho del amo sea discutido en los Tribunales de Justicia. Al esclavo, para seguir siendo esclavo, se lo debe concientizar de que no hay apelación posible de parte de su amo; de que su poder (el del propietario) no debe ser usurpado bajo ninguna circunstancia. Al contrario, es conferido por las leyes del hombre al menos, si no por la ley de Dios.’
En la raíz de un razonamiento paranoico está la convicción de que nos amenaza un inmenso mal que ejerce poderes asombrosos. Debemos utilizar la violencia con toda nuestra fuerza para combatir este peligro. (Mi paciente reunió poderes imaginarios que ejecutarían su orden de destruir a mi hija y aplastarme). En términos de Ruffin, los esclavos deben sentir en sus huesos la desesperanza de la resistencia: el poder de los dueños deriva de la ley y, quizás, de Dios. Ruffin rechazó los llamados a la emancipación, una
‘filantropía fanática que busca reparar un mal reconocido, por medios más perversos y espantosos que incluso ese mal’
[5].
Ese mal
‘perverso y espantoso
’ sería las revueltas de esclavos en las que oleadas de criminales imparables aniquilan a los dueños y a sus hijos. Esta terrible profecía surge de la convicción de que ninguna otra solución – como la emancipación gradual, la compensación para los propietarios, o las reparaciones escalonadas – era posible. Thomas Jefferson les dijo a sus compañeros dueños de esclavos:
‘Tenemos al lobo por las orejas.’ En otras palabras, o los dueños controlan al lobo, o el lobo los devorará
[6].
Por esta razón, debe emplearse todo tipo de fuerza durante el tiempo que sea necesario sin tener un final a la vista. Esta convicción apareció continuamente en la propaganda del sur como lo hizo en los Estados Unidos posbélicos.
[1] Girard, R. (1989).
The scapegoat.
(El chivo expiatorio) JHU Press.
[2] "Un tema omnipresente en la literatura de la Nueva Inglaterra puritana y más tarde en la literatura de la época de la fundación estadounidense fue que la experiencia estadounidense era análoga al de los Hijos de Israel que salían de la esclavitud en Egipto." Dreisbach, D. L. (2011). The Bible in the political rhetoric of the American founding.
Politics and religion, 4(3), 401-427, 415.
[3] De V. P. Gay (2016/2021).
American Slavery: Privileges and Pleasures. New York: IP Books, pp. 83-85.
[5] Ver Robert M. Cover.
Justice Accused: Antislavery and the Judicial Process. New Haven, CT: Yale University Press, 1984, p. 77-79.
[6] De Thomas Jefferson a John Holmes, (debatiendo sobre la esclavitud y el tema Missouri), Monticello, Abril 22, 1820. Jefferson usó la frase en por lo menos otras dos occasions. Ver: Monticello,
http://www.monticello.org/site/jefferson/wolf-ears#_note-0
Imagen: Una mujer de New Orleans, Mary Azélie Haydel, y una niña esclava sin nombre, a mediados del siglo 19 (via Wikimedia)
Traducción: Shirley Matthews