Violencia contra nuestro planeta / contra nosotros mismos.

Dr. Donald B. Moss
 Dr. Lindsay L. Clarkson, Dr. Lynne Zeavin, W. John Kress
 

El pueblo, la ventana, la tierra, los árboles; la Violencia reverbera alrededor del mundo en una secuencia de ataques episódicos.

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Los árboles
 
Los científicos calculan que casi tres mil millones de árboles cubren la superficie del mundo. Por supuesto no están uniformemente distribuidos, se encuentran más árboles en las selvas tropicales que en el desierto. Pero si ese número es correcto, por cada árbol del planeta hay un promedio de 2,3 humanos. La proporción no era así hace 20 años, cuando los árboles superaban en número a los humanos. Hoy y en el futuro cercano los humanos están, y estarán, ganando contra la naturaleza. Más humanos y menos árboles. Es por eso que siento un dolor en mi corazón y una gran tristeza cada vez que se corta y se remueve otro árbol del planeta.
 
He visto esta violencia contra los árboles en todos los lugares que he visitado, ya sea en la selva amazónica, a lo largo de las autopistas estadounidenses, o en mi propio vecindario. Un haya encantadora de 23 metros de altura y 100 años de edad, a una cuadra de nuestra casa, aún prosperaba todos los días mientras seguía intentando tocar el cielo. Pero repentinamente se detuvo su progreso, en la forma de una nueva casa, quizás para una familia recién llegada al vecindario, por lo tanto se la corta en pedazos pequeños, se la tritura hasta convertirla en aserrín, y se la  llevan. Este árbol, que ha existido en nuestro planeta desde mucho antes que esta familia,  este vecindario y nuestra propia comunidad, ha desaparecido, pronto será olvidado, ya no respira, ya no expele el dióxido de carbono de la atmosfera, ya no da más sombra y refugio, ya no sostiene a otras especies. Ya no.
 
Puedo entender la violencia contra nuestra propia especie, gente contra otra gente, más que la violencia contra otra especie. ¿Cuáles son las causas de la violencia que perpetramos contra nuestros árboles? ¿Es la arrogancia que tenemos como especie, el desdén por el resto de nuestro mundo natural, la miopía con respeto a nuestro futuro o la ignorancia del medio ambiente que nos rodea? Es probablemente una mezcla de todo esto, pero lo que subyace a estas fuerzas externas son nuestros propios conflictos internos entre lo que podemos y lo que no podemos controlar. Y es el darnos cuenta de que hay algunas cosas que no están bajo nuestro control lo que nos lleva a cometer esa violencia contra las cosas que creemos que podemos controlar. A medida que la atmósfera se calienta, el mar sube y el clima se vuelve más inclemente, nos damos cuenta del mínimo control que tenemos sobre la naturaleza a pesar de que podemos destruir sus árboles. ¿Cuanto falta hasta que aprendamos a desconfiar de nuestra violencia?
 
La Tierra
 
La violencia reverbera alrededor del mundo en una serie de ataques episódicos contra los festivales, los mercados, las discotecas, aún los hospitales, dejando una amenaza que infiltra y erosiona el sentido de cordura y seguridad del mundo. Sus efectos se evidencian en la crisis de refugiados y la xenofobia instalada como respuesta. Al combinarse con la incesante retórica incendiaria y maníaca de Donald Trump, la violencia se acumula y desborda, creando un océano de agitación sin ninguna contención.
Al mismo tiempo, la crisis del mundo natural representa un asalto en curso. Insidiosa y perpetua, la violencia descontrolada e irreflexiva contra el planeta nos llevará a nuestra desaparición si no se detiene. Y aunque neguemos su presencia, no podemos negar su alcance. El artículo de Hanna Segal sobre la proliferación nuclear (1993), “El silencio es el auténtico crimen”, habla de nuestras dificultades para enfrentar la crisis de la naturaleza en el mundo.
 
Contra este contexto, y con una toma de conciencia creciente de la inquietud física y mental estoy subiendo montañas en Noruega. Subo a lo largo de una escalera de piedra tallada en  la montaña, creando un sendero que bordea  una cascada entre dos laderas ondulantes. En las cercanías hay una amplia vista natural compuesta de montañas y árboles ridículamente verdes, ríos y riachuelos, nieve que se vislumbra a lo lejos a pesar de que estamos en pleno verano.
 
Mientras camino, tengo el sentimiento inconfundible de estar sostenida por la tierra. Ahora la tierra está asumiendo el control, suprema en su reafirmación de sí misma, ofrece este sendero junto con una reafirmación de la realidad del tiempo, de la tierra, y esto afortunadamente me ofrece contención. Pienso en la madre naturaleza y todas sus implicaciones. La contención, cuando es posible, es el principal ofrecimiento maternal.
 
Y entonces pienso en la cuestión planteada por John Kress con respeto a las razones por las cuales seguimos perpetrando la violencia contra el planeta en primer lugar. En su libro La Invención de la Naturaleza, Andrea Wulf describe las investigaciones de Alexander Von Humboldt en América del Sur, su estudio de la conexión íntima entre todas las formas de vida que ocurren en la naturaleza, que llamó la ‘red de vida.’ Como Kress, solo que 200 años antes, Humboldt estaba dolorido e indignado por la extracción de árboles – sentía el daño a la tierra que se causaba por la deforestación y el afán humano por dominar la tierra en vez de vivir en relación con ella.
 
La tierra representa nuestros mundos internos, la tierra sostiene el tiempo y el reconocimiento de la pérdida y la mortalidad. Quizá el odio y desde luego el temor que esto provoca impulsen el deseo de dominar, controlar y domesticar la tierra—a rechazar y negar nuestro papel en la red de vida, cuyo reconocimiento requiere la aceptación de los límites y la mortalidad humanos, tanto como el reconocimiento de la dependencia de la tierra (la madre naturaleza) y, previamente, del ámbito materno.
 
La tierra puede ser un objeto bueno, como lo fue para mí en mi caminata. Pero una regresión que nos aleja de la preocupación por el objeto implica una vuelta a una modalidad más paranoide, autoprotectora e indiferente hacia los otros, y la proliferación de la destructividad.
 
La ventana
Desde una ventana de mi oficina se ve una zona forestal que tiene un arroyo que la atraviesa. Con la ventana abierta, el murmullo tranquilo del arroyo, el viento en los árboles, las canciones de los pájaros, la luz moteada, son parte del encuadre analítico. Cada paciente encuentra su propia manera de comprometerse o mantenerse fuera de la experiencia ambiental del mundo natural.
 
En el primer encuentro, G, una estudiante de veinte y tantos años, se describió como un observatorio robot: un instrumento que debería ser optimizado y manejado. G me trató como un autómata, una máquina que buscó para proporcionar un ajuste y librarla de sus aspectos defectuosos. Conocía la terminología psicológica de los sentimientos pero no tenía ninguna experiencia personal de esas cosas. Cuando G mencionó los ‘sentimientos’, no tenían ninguna semejanza con una sensación tangible ni una experiencia encarnada, en cambio eran cosas metálicas y pesadas que debían desplazarse. A menudo sentía que mis respuestas eran concretas. Me costó trabajo conducirme con la empatía humana más habitual.

          G no me comprendía o me trataba con condescendencia cuando intenté entender lo que me decía en vez de responder directamente a sus preguntas en términos fácticos. Me di cuenta ocasionalmente de un rayo de calidez en respuesta a algo que dije que me indicó que yo podía entender la reticencia de G de mostrarme que tenía algo de vida dentro de ella por el gran riesgo que eso entrañaría.

          Un día G vino y parecía triste; notó una orquídea en mi oficina y comentó la calidez de su color. Inesperadamente, siguió pasando revista al entorno, nuevamente consciente de las otras plantas. Dijo que creía que yo había pensado cuidadosamente qué tipo de ambiente sería bueno para mis pacientes, considerando cómo ese ambiento los afectaría. Implicó que esto era una situación delicada. Mirando por la ventana, G observó un jilguero posado en la barandilla del balcón. Me dijo que amaba los pájaros. Entonces me contó que había tenido un hámster pero le preocupaba no prestarle suficiente atención, que lo descuidaba. El hámster tenía una rueda para correr pero G no lo estimulaba mucho, nada muy interesante. Aún peor, temía que se olvidaría de alimentarlo y moriría.

          Antes de esta sesión, tenía la impresión que G no había percibido, excepto momentáneamente, la vida en mí, en mi oficina, o en ella misma. Ese día no solo estaba consciente sino que  podía aceptar la alteridad, mi atención a “pacientes”, todavía no específicamente a ella, pero con la posibilidad de una madre que podría no olvidarse de alimentar o prestar atención. Entonces G dijo, hablando más formalmente, que había oído “que caminar en espacios verdes podría aliviar la depresión.” Se sentía mejor cuando estaba afuera y estaba muy preocupada con la idea de ser forzada a vivir en un espacio pequeño, oscuro y confinado, como imaginaba un departamento en el futuro. Yo pensaba que cuando comenzó a hablarme sentía más calidez, pero luego se encontró hablando más formalmente, cerrándose, volviendo a ese espacio oscuro.

          La ceguera original de G con respeto al mundo natural era una medida violenta. Yo tenía la sensación de que para sobrevivir físicamente en una situación terrible, G interrumpió su capacidad de estar consciente de la necesidad de un espacio vital y acudió a una solución autista. Lo que podría parecer como una cruel falta de atención al mundo natural es consecuencia de un ataque brutal contra cualquier experiencia de parentesco significativa. La inanición del hámster enjaulado y robótico reflejó una crueldad persistente que creó su pobreza interna y su desesperación. Su trato al hámster fue una identificación con un objeto asesino y una identificación con la criatura indefensa que estuvo a merced de ese tipo de cuidadora. El reconocimiento incipiente de G de la vida y de la alteridad de las plantas y los pájaros fue más seguro que desplegarse hacia  mí como una confiable presencia humana, pero implicó una tendencia hacia un contacto más pleno y un crecimiento.
 
La aldea
Me criaron para ser un animal típico y dividir el mundo en tres categorías: lo que amaría y protegería, lo que usaría para alimentarnos y alojarnos, y lo otro enorme, todo lo demás, con lo cual me involucraría vagamente, pero básicamente con indiferencia.

La única diferencia substancial entre yo y los otros animales sería mi imaginación superior. A diferencia de los otros animales, podría, y lo haría,  imaginar lo que no estuviera ahí, lo que no podría ser confirmado por mis sentidos.

Imaginando lo posible y lo imposible, mi mundo interior, a diferencia del suyo, estaría infiltrado constantemente con una amplia variedad de “¿y si...?” El más importante sería “¿y si fuera yo?” Este “y si”—esta empatía imaginaria—apoyaría mi sentido moral.

Este tipo de empatía imaginaria, decisiva en la forma en que fui educado – dolor indirecto, dolor -por-proximidad – no solo sería moralmente necesario, sino que sería moralmente suficiente.
 
Así es como funcionaría la estructura: para limpiar las patas embarradas de mi perra, la detendría en la puerta, la sostendría y tomaría una pata. Siempre noto lo pequeños que son los huesos de sus patas delanteras. Siempre me pregunto: ¿y si los quebrara?

La imagen me repugna. Nunca lo haría en la realidad. Ruby pertenece a la categoría de los objetos que amo y protejo.  

Después cenamos. La cena incluye generalmente, para cada uno de nosotros, carne de vaca, cerdo o pollo. Estos animales pertenecen a la categoría de los objetos que tengo derecho a usar, ordenar  indirectamente su muerte cuando tengo hambre.

Saciado después de cenar, leo el periódico.

Leo sobre un niño de cinco años de Aleppo, una ciudad que carece enteramente de comida, de agua, de medicina, casi muerto. Es una ciudad de la que no se puede salir ni entrar. Leo sobre otra inundación en Louisiana, sobre un incendio forestal de 12.000 hectáreas cerca de San Bernadino, sobre las extinciones recientes de seis aves rapaces diferentes en Provenza.

Siento vergüenza ajena cuando leo. Muestro los textos a los que estén cerca mío. Los envío.

No tengo participación directa ni indirecta en estos eventos.

Sentir vergüenza ajena, mostrar, enviar y hablar delinean los límites de mi actividad. Son mi único contacto con estos excesos malignos.

Mi imaginación empática se pone trabajar: “¿Y si el niño de Aleppo fuera yo, o mío?” “¿Y si perdiera mi casa a causa de una inundación?” “¿Y si estuviéramos al borde de la extinción?”

En esa secuencia—amar, comer, leer—vivo exactamente de acuerdo con cómo me criaron.
¿Y cómo me criaron?

Me criaron como ciudadano de una aldea pequeña, obligado solamente al mantenimiento de esa aldea.
Esta mentalidad de aldea –mi mentalidad de aldea-- sanciona y provoca todos los apetitos humanos que ultrajan la tierra, destruyendo sus formas de vida y masacrando sus pueblos.

Esta mentalidad de aldea—mi mentalidad de aldea—es mortal; sus categorías fijas son destructivas.
Mis hijos se van de la aldea. Han terminado con ella.

-Donald Moss (La aldea)
-Lindsay L. Clarkson (La ventana)
-Lynne Zeavin (La tierra)
-John Kress (Los árboles)