Adicción es una palabra a la que no parece faltarle encanto. Al juzgar, a priori, por la manera en que la noción de adicción, sostenida por la psiquiatría norteamericana, se impuso en Francia en los años 90 en el seno de los centros de salud institucionales (psiquiatría o lugares especializados en la clínica de la dependencia).Y al ocupar, en muy poco tiempo, un lugar al parecer indiscutible, sin haber siquiera suscitado una verdadera reflexión o cuestionamiento, a pesar de la indeterminación teórica, psicopatológica o clínica, que debilita a menudo el recurso a esta referencia
[1].
También rápidamente y con igual fortuna, la palabra ganó el espacio cultural para circular ahora, alegremente, en el vocabulario familiar. Designa una enfermedad reconocida como contemporánea que uno además se atribuye de buen grado y se declina a gusto. Pero reconoce asimismo inflexiones semánticas que merecen atención. Adictivo se exhibe también como una cualidad atractiva. En un vuelco notable respecto del uso de la palabra originaria
toxicomanía, la referencia a la adicción ya no anuncia un peligro sino que se transforma en un referente de seducción destinado a valorizar una cantidad de objetos de la economía mercantil. La proscripción deviene prescripción. Llamar adictivo a un frasco de perfume, a una serie de televisión o a una golosina – ejemplos entre otros – es designar algo sobre lo que conviene abalanzarse.
¿Podemos ignorar que las palabras intentan decir? Es por lo menos lo que enseña el psicoanálisis, acompañado por la convicción de que lo que logran decir esas palabras que se nos presentan depende, íntimamente, de la escucha que les es reservada. Adicción forma parte, desde mi punto de vista, de aquellas que nos llegan de manera ruidosa
[2] e insistente. Su cámara de resonancia no es el cuerpo animado de una sesión de análisis, la palabra casi no tiene espacio allí, sino al espacio del cuerpo social – menos animado podríamos pensar – al que creo que pertenece actualmente. ¿Qué escucha reservamos a esta instancia? Ya en sí misma, parece significar un exceso – Freud lo llama pulsión o sexual, y su procesamiento determina “la aptitud para la civilización”, fruto de un “trabajo de cultura”- que el montaje adictivo busca conjurar, a su manera, es decir celebrando su radicalidad.
Algunas imágenes, surgidas de lo que se me impuso en calidad de sueño actuado
[3]: la espectacularidad exacerbada que ofrece un
Teknival, forma desmesurada de la
Rave[4] party. Masivo encuentro alrededor de “sound systems” en lugares alejados, si son prohibidos aún mejor, de varias decenas de miles de “fiesteros”, cuya organización regular lo convierte en un encuentro cultural. Sin duda traumatofílico. Allí es donde me pareció tomaba forma
[5] un muy vasto teatro onírico con la escena atravesada por el espíritu mismo de la adicción, orquestado como a cielo abierto. De múltiples maneras, se encuentra consagrado allí el culto de lo que hoy parece ocupar el lugar de ideal en el espíritu de la época: el autoengendramiento, sostenido aquí por un conjunto de soluciones prótesis. La aversión al rodeo y su necesidad de inmediatez hacen reinar como amo al universo de la sensorialidad
[6], al recurso al “método químico”, erigido en norma, se le agrega el envoltorio de una música devenida “sonido”, acompañado de una exclusión implícita de la palabra
[7]. Y, en contrapunto, el ritmo lacerante de emocionantes deambulaciones infinitas de cuerpos solitarios que parece completar el servicio de una gran fiesta totémica en la búsqueda de un verdadero tótem.
Sébastien es un joven “
raver” que viene a verme estropeado por 48horas de “fiesta” ininterrumpida y por la cantidad y variedad de sustancias psicotrópicas ingeridas hasta ese momento. Una angustia de muerte desbordante lo condujo a las tiendas de
“Médicos del mundo”. Necesitará alrededor de 45minutosde reposo, en mi presencia, en un lugar algo retirado, un ansiolítico liviano y la respuesta a preguntas, desde mi punto de vista de connotación persecutoria, para que en algún momento de la noche, se produzca algo del orden de una conversación
[8]. Sébastien parece recuperar algunos rasgos propios. A los 23 años, cuenta con un imponente recorrido de vagabundeos, de violencia y de politoxicomanía anárquica. Nuevamente, helo aquí inmerso en una ordalía, consciente de cada pieza del engranaje: consumir éxtasis o cocaína, que a menudo le provocan síntomas de tipo espasmofílico, que se traducen en grandes dificultades, e incluso la imposibilidad por un breve lapso, de respirar. Entre las frágiles referencias que parecen arrimarlo a la existencia, un proyecto ligado a la figura de un padre incansable adquiere forma en su discurso. Me hace partícipe con una sinceridad convincente acentuada por una transparencia desconcertante: “Desde hace mucho – llega a decir sin revelar emoción alguna, excepto por cierta turbación furtiva de la mirada, que tal vez atestigua una oscura consciencia de estar en el filo de la navaja de su verdad – tengo el proyecto de matar a un hombre político”.
Demasiada presencia, demasiada realidad. En el gesto adictivo que se le impone, la psiquis no intenta responder a la ausencia del otro, del objeto. El origen de su tormento es, sobre todo, una ausencia que pugna por realizarse, el exceso de presencia de otro demasiado poco ausente. Es en los huecos de una pérdida suficientemente admisible, representable en tanto ausencia, que los ataques perpetrados contra los “padres políticos”, y la violencia ligada a ello, encuentran su futuro creativo. Se actualiza en la escena de múltiples
representaciones, con variaciones y desplazamientos infinitos, de un teatro que llamamos interior puesto que deviene bordeado de alteridad
[9]. Esta
mediación, la siempre singular
comedia del arte de la fantasía, es operante en tanto da forma y sentido a lo informe de nuestra violencia primitiva, realizando la preciada acomodación – en ambos sentidos de la palabra – propia del trabajo del imaginario que torna pensable la castración; o para decirlo de otro modo, la renuncia a nuestras reivindicaciones infantiles, a la omnipotencia del deseo. Así, se considera que toma cuerpo nuestra interioridad, por el éxito de un entre dos surgido de la pérdida de un cuerpo primero nunca perdido: “lo que une a la madre tornándola ausente”
[10].
Dado que parece responder a una pulsión devenida puro trauma, el espacio de funcionamiento adictivo
[11] encuentra lugar en el eclipse de semejante mediación, la pérdida del crédito acordado a ese lugar de denominación frágil, nuestra interioridad. Pérdida del crédito acordado a las representaciones de nuestras figuras tutelares, cuya cualidad supone movilizar a veces más, a veces menos, las dramatizaciones viajeras de ese “lejano interior”, como ya lo denomina más pertinentemente Michaux. Freud habla de “expectativa esperanzada” para calificar la disposición a la relación con tales figura
[12]. El gesto adictivo es el de una psiquis empujada hacia el “autocratismo” (
Ibid) en la caída de una creencia de esta naturaleza, cuando le resulta doloroso saberse bajo “el primado del otro” al punto de considerar curarse de sí misma y por sí misma; momento de sorda depresión narcisista
[13], evocador de la falla
[14] que opera en la conducta del trabajo psíquico.
La apertura del teatro de nuestros días psíquicos – como el espacio del sueño – participa sin embargo de una obra cultural siempre renovada. Si bien la formación de un cuerpo tiene un costo psíquico que la intimidad de cada uno paga a crédito – los intereses de la culpa, de la deuda, del peso de la ausencia… – su desarrollo reclama el soporte de otro cuerpo, la presencia en la escena del mundo de otro cuerpo psíquico capaz, como mínimo, de garantizar ese mundo, el nuestro, en el cual el cielo está vacío; y lleno de promesas para las conquistas del deseo. Cuerpo psíquico individual y cuerpo social no son disociables en la evolución de su historia y economía particulares. El trabajo de cultura está contenido tanto como los contiene, como producto y agente, en cada una de las elaboraciones psíquicas individuales.
Es hacia esta economía, indistintamente colectiva e individual, que se dirige sordamente la violencia de la economía adictiva. Su obrar, en la puesta en suspenso de una economía deseante y la fabricación de un cuerpo que pasa por las vías del autoengendramiento, excluyendo por lo tanto su representación en una relación con el otro, actualiza lo más violento que existe en la violencia: una
desmezcla silenciosa. Como tanto exilio repetido, cada una de las diversas soluciones adictivas se transforma en ataque contra el equilibrio de la comunidad humana y claudicante, cuyo vínculo erótico se nutre de una continua puesta en común de economías de deseo. El destino de un cuerpo es el de todos los otros en el ejercicio de este arte de vivir juntos que llamamos cultura. De ahora en más, éste parece tener que construir con la entropía destilada por la desregulación de la relación de objeto de la cual procede la adicción.
¿Qué pensar de los principios rectores dominantes que conducen actualmente la respuesta social dada al fenómeno adicción, donde prevalecen ampliamente cuerpo biológico, medicalización y conductismo? Dejando así entrever los efectos del mismo autocratismo que preside el auge de la adicción. Remedio y enfermedad se ponen de acuerdo, en una connivencia que beneficia ampliamente la difusión entrópica del fenómeno. A tal punto que, ateniéndonos solamente a esos principios que participan fácticamente en una desmentida del reconocimiento de la humanidad del sufrimiento adictivo, incluso ignorado de sí mismo, se corre el riesgo de seguir el gesto del bombero que pretende apagar el incendio con un bidón de combustible.
Además, la adicción podría calificar como la abanderada de la concepción implícita del hombre que promueve la ideología ambiental. ¿Deberíamos hablar de un hombre
actual – como la neurosis del mismo nombre – para designar al que consiente, esperando sin duda aliviarse de sí mismo, transformarse en una suerte de cuerpo máquina, en la lógica del cual placer y sufrimiento tienden a no ser más que asunto de sabias dosis moleculares o reeducaciones conductuales y que además no comercia con aquellos que nos hacen vivir psíquicamente? El “hombre aumentado” y el transhumanismo no están tan lejos, si su proyecto de hacer del hombre el único autor y productor de sí mismo, pone toda su inteligencia en la fabricación de un cuerpo prótesis bajo control, privándolo así de acceder al reposo, ciertamente trágico, de una morada íntima.
Esta palabra, adicción, que circula así nutrida del espíritu de la época, tanto en las calles de la ciudad como en los pasillos de las instituciones, soñémosla como el grito repetido del cuerpo de un Eros perseverante. Un Eros “eterno”, soñaba el propio Freud, hombre de la Ilustración; sin embargo con algunas incertidumbres en 1929 (
Malestar en la Cultura). Su sueño no descarta sin embargo las “locuras de los hombres” consideradas en su examen de los recursos del yo para prevenir la
ruptura psicótica, aceptando “menoscabos en su unicidad (…) deformándose a sí mismo (…) eventualmente, segmentándose”
[15]. Apartándose de su cuerpo: la locura contemporánea de la adicción, podría ser una manera de evitar perder aún más la cabeza: la caída en la psicósis. Apartarsede ella, pero en una dirección -¿y en qué aspecto además?
[16] Pongámonos a soñar que así la adicción apela a la escucha del otro y a su poder de animación.
[1]M.-M. Jacquet y A. Rigaud «Emergence de la notion d’addiction : Des approches psychanalytiques aux classifications psychiatriques »,
Les addictions,
Dir. S. Le Poulichet, P.U.F., 2000.
[2]El ruido, en fotografía, designa las informaciones parásitas que deterioran la calidad de la imagen.
[3]“Un sueño que se actualiza
en el espacio del sueño limita el
acting out de los sueños en el espacio social” (M. Khan, “La capacité de rêver”,
Nouvelle revue de psychanalyse, n°5, Gallimard, , 1972).
[4]Rave, en inglés, remite a la idea de divagar, delirar, extasiarse.
[5]Cuando participé en la misión Rave de Paris de
“Médicos del mundo”, en el seno de un
“pool réassurance”detinado a contener los “bads trips” de diverso orden de algunos participantes del Teknival.
[6]Sensorialidad “supuestamente pensante” (P. Aulagnier.
Les destins du plaisir. Aliénation - amour - passion, P.U.F, 1984).
[7]Además del hecho de que es prácticamente imposible hablarse en un entorno saturado de sonidos, uno de los principios de la música tecno es separar las secuencias vocales.
[8]Del latín
conversari, coversatio: vivir con; permanecer, vivir en algún lugar. Las palabras sonconstructoras, no hacen más que “tocar a distancia” (como lo subrayaba A. Green retomando a M. Merleau-Ponty), el espacio de vínculo que realizan al dirigirse a una ausencia adquiere valor de hábitat.
[9]Representar – el trabajo de
representanciapsíquica, es en suma hacer entrar al otro en uno mismo.
[10]J.-B. Pontalis aclara así la forma intermediaria del espacio del sueño (“La pénétration du rêve”,
Entre le rêve et la douleur, Tel Gallimard, 1977).
[11]Espacio de funcionamiento límite, más o menos circunscripto o extendido, según el caso, en el seno de la economía psíquica del sujeto. Cf. P. Noaille, « La toxicomanie comme état limite » in
Anorexie, addictions et fragilités narcissiques,
Ouv.coll., P.U.F.,
Petite bibliothèque de psychanalyse, 2001.
[12« Traitement d’âme » (1890),
Résultats, idées, problèmes, P.U.F. 1988.
[13]Este
estado singular de una psiquis empujada a vivirse como “
affection de l’altération” es para P. Fédida depresión “primordial” (“Il faut être deux pour guérir”,
Des bienfaits de la dépresión. Eloge de la psychotérapie, Odile Jacob, (2001).
[14]D. Winnicott, “La crainte de l’effondrement ».
Nouvelle revue de psychanalyse, n°11, Gallimard, 1975.
[15]« Névrose et psychose » (1924).
[16]En la etimología latina, addictio- adhiere significa adjudicar alguien a algún otro, esclavizado por deudas; en francés antiguo
addiction: dar su cuerpo en cambio de una deuda impagable
Traducción:
Lic. Patricia Laura Suen