Violencia: Hiancia de la Palabra

Lic. Psych. Ana Paula Terra Machado
 

La violencia es inherente a lo humano. En todos los tiempos y en las diferentes culturas, en sus múltiples manifestaciones, ella estuvo y estará siempre.

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La violencia es inherente a lo humano. En todos los tiempos y en las diferentes culturas, en sus múltiples manifestaciones, ella estuvo y estará siempre. ¿Pero cómo definir la extensión de la violencia, el daño provocado por una acción violenta, si ella es lícita o ilícita o, más aún, si  es necesaria e inevitable?  Para definir la violencia es necesario hacerlo en relación a un criterio, a un contexto histórico, es necesario  tener en cuenta las coordenadas discursivas de una época, dado que el concepto de violencia no es absoluto.

        Entre sus múltiples manifestaciones asistimos hoy  a un brote de violencia en el mundo que genera  un estado de perplejidad que nos interroga y nos  convoca a una revisión profunda de las referencias  y  categorías que definen el pensar y el obrar humano. Los valores, ideales, patrones y códigos de la tradición occidental que regulaban el pensamiento político están siendo puestos en jaque  en lo concerniente a su validez y pertinencia en la actualidad.

       Es difícil saber  si lo que estamos viviendo forma parte del ciclo de la historia o si es el resultado de una transformación de tal magnitud  que se  nos presenta como “ nuevas configuraciones del mundo”, como sugiere  Adauto Novaes  (2008), al analizar  la revolución provocada por el poder de  la tecnociencia, de la biotecnología y la digitalización en la vida social y política, así como en la subjetividad del hombre contemporáneo.

       Las repercusiones de estos cambios, que ocurren a una velocidad desconcertante, generan  todavía más preguntas que respuestas, por el hecho mismo de que estamos todos inmersos en esta cultura.
 
  Lo que sabemos es que la violencia siempre nos asombra, provocándonos un estado de incertidumbre o de temor, poniendo  al mundo en alerta y  sacando  a la superficie el desamparo. Nos enfrentamos a los límites: límite de la palabra, límite de la representación psíquica, límite de las normas que regulan el campo social y la relación con el prójimo.

       Los esfuerzos por comprender este estado de cosas deben involucrar a los diferentes campos del saber para que podamos medir el alcance de tales acontecimientos.

        Si bien Freud no desarrolló la noción de violencia como un concepto, ella está en la esencia de su teoría desde la perspectiva del trauma, de la agresividad y destructividad, que son originarias y constitutivas del psiquismo individual y de la psicología social. El Psicoanálisis se funda  a partir de la comprensión de un exceso de opresión social denunciado en los síntomas histéricos. Al interpelar desde su inicio a  la cultura y  acoger el sufrimiento humano a través de la palabra, él nace con vocación de conjurar la violencia.

      El Yo se constituye en una dimensión traumática con el reconocimiento de la incompletud y de la falta.  La sociedad se funda a expensas del asesinato del padre de la horda, como lo narra el mito en Totem y Tabú  (Freud, 1913). Por lo tanto, la civilización y el  propio
 Yo se construyeron  sobre un fondo de violencia. Quizá  por eso la violencia nos provoca una sensación unheimlich, lo desconocido que nos es familiar.

      En esta perspectiva, el abandono del narcisismo, o mejor aún, su regulación, es fundamental para que se constituya la subjetividad y una vida compartida sea posible. El convivir humano impone límites a las pasiones y a los deseos. De las renuncias, quedan las identificaciones que van a alimentar los ideales e imponer las interdicciones.
 
   Pero en los tiempos actuales los mandatos son narcisísticos. Si no se tolera la frustración y si la aspiración del hombre contemporáneo es la auto-suficiencia, ¿esto lo hace más proclive a la violencia que en otros tiempos? El desamparo ontológico  nos sitúa, irrevocablemente, en dependencia de un otro. La falta de apertura hacia el rostro del Otro, como refiere Lévinas (2009), no es solo empobrecedora; ella embrutece, privando  al hombre de la experiencia del convivir, que es el fundamento de la existencia. La clausura narcisística incita a la violencia, y el pensamiento se cierra en un círculo vicioso alimentado por la idea de la eliminación de lo que es diferente. El trabajo permanente de reconocimiento de la alteridad debe ser el Kulturarbeit contemporáneo.

           En El Malestar en la Cultura se describe una de las observaciones más contundentes de Freud (1930) sobre la violencia. Es donde él hace referencia a que en la relación de los hombres con su prójimo puede ser que éste sea “no solo un ayudante potencial o un objeto sexual, sino también alguien que incita a satisfacer  sobre él su agresividad, a explotar sus capacidades de trabajo sin compensación, utilizarlos sexualmente sin su consentimiento, apoderarse de sus posesiones, humillarlo, torturarlo y matarlo” (p.133).

       Esta forma extrema del desprecio por el otro, la crueldad y la destrucción que puede ser ejercida entre los hombres, lleva impresa la marca de la pulsión de muerte y da cuenta  del antagonismo ineludible entre sujeto y civilización. La no domesticación de Tánatos por Eros hace que eclosione lo primitivo que nos habita, siempre al acecho para mostrar el poder  de sus garras. Los efectos de todo acto violento, tanto de parte del que lo practica como del que lo sufre, denuncia un fracaso de la cultura.

          El acto violento es una marca sin palabras ni  simbolización. Es  por eso que la violencia está en relación con lo no representado,  fuera del campo simbólico y aparece en lo real. 
 
        Ella opera como un trauma desestructurante, como ruptura del tejido psíquico y del lazo social. Esa imposibilidad de representación no permite dar sentido a lo vivido.

        En Brasil, la miseria endémica y la exclusión social son una forma dolorosa y estridente de violencia. Se lo atribuye, superficial e inconsistentemente, al aumento de la criminalidad y la falta de punición, y no se considera el abismo de desigualdad social que separa a la sociedad. Es ahí cuando el rostro del Otro se apaga. Tenemos una población de invisibles que están excluidos de lo social como sujetos. Es la vida desnuda, descrita por Agamben (2002).

      Muchas veces los relegados  a la invisibilidad solo son vistos por su lado oscuro: cuando se convierten en agentes de la violencia, y  no se considera  la violencia que les fue infligida históricamente. Quizá esta forma de tratar las desigualdades sea remanente del colonialismo que hasta hoy existe  como una  herencia atávica en el contexto sociopolítico de Brasil.

      Desde nuestro origen está presente  la mezcla de lo público y lo privado, de lo social y lo individual. Esta condición, singularmente descrita por Sergio Buarque de Holanda (2016) en su libro Raíces del Brasil, sigue siendo actual. Las actitudes de la clase política son pródigas en ejemplos de no diferenciación  entre  lo público y lo privado. Estar por fuera de la ley, apropiarse del bien  público y el abuso de poder, son el germen de aquello que puede derivar  en violencia.  Tenemos una deuda histórica que es necesario encarar. Los esfuerzos trascienden las políticas públicas de inclusión. No es solo una cuestión de Estado; es una responsabilidad de la sociedad toda.

        Vivimos un momento en el cual la incertidumbre provoca una inestabilidad y una angustia paralizante que impide el pensamiento reflexivo dejando al sujeto a merced de las pasiones.
 
 Esta vulnerabilidad aumenta la potencialidad de los  actos violentos. Cuando la ciudadanía es agredida y las instituciones están corroídas, el descrédito denuncia un vacío de autoridad. La decepción y el desmoronamiento de los ideales reeditan el desamparo.

       El gran peligro que nos acecha es el de la banalización de la violencia. Es, entonces, fundamental, que no perdamos la capacidad de sorprendernos y de indignarnos. No considerar al otro, es inhumano. Este es el estado más arcaico del psiquismo: la indiferencia.

      La violencia también plantea sus paradojas, pues puede ser pensada a partir de la idea de la intensidad presente en la dialéctica entre creación y destructividad. Para que surja lo nuevo es necesario destruir lo ya existente. En este sentido, la violencia se hace presente en el juego  pulsional.  Ella es perturbación, es la que rompe con un orden establecido en pos de la emergencia de uno nuevo. Bajo esta perspectiva, la violencia está inserta en otro contexto como una especie de condición necesaria para la innovación y para el surgimiento de lo diferente; es el positivo del negativo.

       Es preciso hacer el duelo por lo ideales y las ideas que ya fueron, y soportar estos tiempos turbulentos. De lo contrario, corremos el riesgo de caer en una parálisis melancólica sin saber lo que perdemos en aquello que perdemos. Nuevas formas de la política, nuevas reglas para regular las interacciones humanas, nuevas representaciones, nuevas palabras deben surgir para llenar el vacío de nuestro tiempo. De no ser así, estaremos  cada vez más expuestos a las exigencias de satisfacción  directa e inmediata, al gozo no interdicto.

     Es como en el verso del poeta: “ Usted camina José! José hacia dónde?” (Drummond de Andrade, 1942).

    Las palabras son el recurso privilegiado de lo humano para el entendimiento.  Ella es el gesto que nos humaniza.

            Esta apuesta a la palabra pasa por el reconocimiento de las ambigüedades y las contradicciones inherentes a las relaciones humanas. La escucha de lo diferente es lo que permite problematizar los acontecimientos. Sin esta posibilidad, permanecemos en el territorio imaginario de las certezas y las creencias,  en el  campo del narcisismo. Es imprescindible que se establezcan parámetros mínimos para que haya un entendimiento, lo que supone algo de renuncia.

       Esta es la condición para una vida en común.  Entretanto, alguien podría objetar que hoy, todos pueden hablar y manifestarse libremente, lo que presupondría  un mayor entendimiento y eficacia de la palabra.  Sin embargo la libertad de opinión parece restringirse al grupo al cual cada uno siente que es afín, lo que revela la falta de libertad de expresión de los ideales sin el temor de ser atacado.

       Cada grupo ve en el otro un enemigo a ser combatido. Todos se sienten  cautivos de sus posiciones.

      El narcisismo de las pequeñas diferencias se evidencia en toda su intensidad. Las manifestaciones de odio y agresión se presentan sin pudor en lo cotidiano. La intolerancia ciega a la opinión del otro vence a la  razón  haciéndose presente en el discurso apasionado.

     Cada uno hace uso de los términos para sí mismo. No hay una correspondencia compartida de  conceptos como los de justicia, ley  y ética. Todos invocan los mismos términos pero la polisemia característica de la palabra alcanza niveles de distorsión que impiden un diálogo racional y ecuánime. Cuando el lenguaje se interrumpe lo que orienta el pensamiento es la violencia, y lo que se pierde, es el valor intrínseco de la palabra. Cuando ella degenera en insulto se transforma  en una  descarga en acto.

            Por ello, para que haya  diálogo es necesario que haya una apertura hacia el otro. Lo que observamos actualmente es que la tensión de estos tiempos se manifiesta, entre tantas de sus formas, como violencia verbal.

Eso, en sí, parecería una contradicción, pues la palabra es por principio un elemento pacificador, es lo que se interpone al acto.

     Actualmente somos abrumados por  una avalancha de estímulos, sin tener el tiempo necesario para su internalización, de modo que el procesamiento de lo vivido no se transforma en capital psíquico. Es el ”infarto del alma” (Han, 2015). El exceso de comunicación, de informaciones y de imagen, termina provocando situaciones que desorganizan,  que invaden  y paralizan  la capacidad de pensar, como un trauma que el Yo no es capaz de asimilar.

     La construcción de una narrativa es una forma de afrontar el tiempo coagulado del trauma; de  hacerlo representable, nombrado, inserto en el tiempo histórico del sujeto.

       Aún así, Mia Couto (2011) advierte: “ La palabra de hoy es aquélla que cada vez más se despoja  de la dimensión poética sin llevar ninguna  utopía  sobre un mundo diferente”. Entonces, ella prosigue: “Quien vive en un laberinto tiene hambre de caminos” (Mia Couto, 2011, p.130), mostrando que, quien sabe, el rescate de la dimensión poética de la palabra pueda trazar un camino… En este rescate tenemos la poesía, tenemos el arte, tenemos la democracia, tenemos el Psicoanálisis, que nos hacen  seguir pensando…
 
                                 BIBLIOGRAFÍA
 
Agamben, G. Hombre Sagrado.  Belo Horizonte: UFMG,2002.
Han, Byung-Chul. La sociedad del cansancio. Petrópolis, RJ: Vozes, 2015.
Couto, Mia. Y si Obama fuese africano? San Pablo: Companhia das Letras,2011.
Drummond de Andrade, Carlos. Poesías. Rio de Janeiro: José Olimpo,1942.
Freud, Sigmund (1913). Totem y Tabú. Obras psicológicas completas. Rio de Janeiro: Imago,1969.v.12.
Freud, Sigmund (1930). El Malestar en la cultura. Obras psicológicas completas. Rio de Janeiro: Imago,1969.v.21
Holanda, Sergio Buarque. Raíces del Brasil. San Pablo : Companhia das Letras,2016.
Lévinas, Emanuel. Humanismo del otro hombre. 3. ed. Petrópolis, RJ: Vozes, 2009.
Novaes, Adauto. Mutaciones: ensayos sobre las nuevas configuraciones del mundo. San Pablo: Ediciones  SESC, 2008.
 
Traducción Lic. María M. Levi, APdeBa
 
 

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